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Crítica de El Conde, Pablo Larraín asombra con su colmilluda sátira

El cineasta chileno regresa con El Conde, un filme filoso que ganó Mejor Guion en el Festival de Venecia con la figura de un Pinochet vampírico

AJ Navarro

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El cineasta chileno regresa con El Conde, un filme filoso que ganó Mejor Guion en el Festival de Venecia con la figura de un Pinochet vampírico
El Conde
5 Reviewer
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La Prodcutora Fábula, creada por los hermanos Larraín, sigue expandiendo sus narrativas, esta vez con una sátira que marca el regreso de Pablo Larraín con El Conde, una cinta llena de humor negro que demuestra una madurez en el guionista y realizador chileno después de su irregular díptico hollywoodense enfocado en Jackie (2016) y Spencer (2021) para soltar una crítica feroz de los fantasmas que Chile no ha superado y que se acaba de llevar el premio a Mejor Guion en el Festival de Venecia de este año.

De qué va El Conde

A través de una fina comedia de terror y humor negro ambientada en un universo paralelo, Larraín presenta al fascista Augusto Pinochet (Jaime Vadell) como un chupasangre que vive recluido en una mansión abandonada en el gélido extremo sur del continente, saciando su apetito de maldad para subsistir. Pero después de 250 años, el ‘conde’ decide renunciar al privilegio de la vida eterna acusado de ser un vil ladrón. Pero una relación inesperada hará que la sed de sangre y la pasión contrarrevolucionaria crezcan nuevamente en él.

Gracias a un fino humor que no deja títere con cabeza, El Conde muestra una interesante metáfora acerca de un país (o tal vez un mundo entero) que no puede sacudirse de encima los espectros de la ultra derecha y el fascismo impuesto por gente como el general, cuya sombra se cierne misteriosamente por las calles de un país dividido en la que el olor a sangre, injusticia y desapariciones forzadas son sólo algunos de los dolores que punzan a la fecha.

Ante una narrativa en tercera persona de un personaje que, eventualmente, revela su identidad para gran sorpresa de la audiencia y como uno de los últimos comentarios malsanos de la tremenda incorrección a la que apunta Larraín, somos testigos de esta crisis vivida por El Conde Pinochet, obligado a vivir en las sombras de un país sudamericano que rechaza a todas luces debido al mal sabor de la sangre de plebeyos así como la futilidad de sus esfuerzos por ser un noble de sangre azul dispuesto a acabar con cualquier revolución que exista.

Pero no solo existe la figura de Pinochet en el relato, interpretado por un excelso Jaime Vadell, sino también los comentarios críticos hacia la inutilidad de los nuevos ricos, representados aquí por la estirpe del dictador. Este quinteto de torpes solamente toleran a su padre vampiro porque buscan conseguir su dinero, aquel que consiguió el conde mediante todo tipo de actitudes ilícitas, estafas o asesinatos, burlándose a su vez de ese mote de ladrón que tanto le duele, pues asesino si es pero no lo otro.

Hay conversaciones dolorosamente incómodas, algunas que rebajan a la esposa de Pinochet, Lucia Hiriart, interpretada por la solemne pero malévola Gloria Münchmeyer, cuya indignación con su marido no es solamente la cuestión de no volverla como él, sino el deseo de muerte del mismo, algo que también es motivo de burla y humillación por parte del conde al mostrar un tremendo desdén y hartazgo por lo que ella desea o le suceda.

Los hijos buscan quedarse con la ‘guita’ de su padre en esta sátira colmilluda por parte de Larraín. Foto: Netflix

Pero existe otro peculiar personaje que funciona como detonante de todo, el cual sirve para ridiculizar no sólo al resto de protagonistas sino a los ideales que ella representa. Ese es la novicia pura y casta, devota de Dios, interpretada por Paula Luchsinger, que poco a poco cae en su propia trampa y debe pagar el precio por ello. Es a través de ella donde ocurren más de esos comentarios sociales y políticamente incorrectos donde el cinismo de los involucrados pulula ante una carcajada fina, producida por la adecuada mordida del guion de Larraín y Guillermo Calderón.

Si la historia, que tira parejo para las posturas de izquierda y derecha, no bastara para hacer de esta reinvención de Pinochet algo atrevido, El Conde también resalta por las decisiones en lo técnico por parte del realizador chileno. Comenzando por la fotografía a blanco y negro de Edward Lachman, misma que sirve como perfecto toque que aleja esta sátira del realismo hasta el remate del relato donde sorprende con una dura dosis de presente. Es ese imaginario de colores grises que alimenta el alma vieja de Pinochet, dándole una falta de vida a ese lugar abandonado en el que reside el militar.

La sombra de Pinochet sobre el pueblo chileno es algo que El Conde maneja en su metáfora vampírica. Foto: Netflix

A eso, le sumamos un excelente diseño de arte digno de verse no sólo en la pantalla de sus hogares, sino en una pantalla grande debido a los ecos que provoca. Ante un escenario que remite a aquellas ‘colonias’ establecidas por Pinochet en su dictadura, le da vida justamente a los fantasmas que representa El Conde, estos lugares aparentemente olvidados donde muchas de las atrocidades del régimen fueron cometidas y anteriormente tocadas por cintas como Colonia Dignidad (Gallenberger, 2015) o la pesadillezca cinta animada La Casa Lobo (León y Cociña, 2018).

No solo son los exteriores, correctamente diseñados por Nicolás Roses y Oscar Ríos Quiroz, sino el interior de la ‘mansión’ donde el conde vive recluido de la nefasta sociedad, mostrándose toda derruida y con escondites dignos de miedo además de tener ciertos toques especiales que son fieles a la filosofía de los vampiros dignos de aplaudirse. Ni qué decir del vestuario, especialmente la ‘capa’ que es prácticamente parte del traje de militar, esa que se extiende cuando Pinochet vuela sobre los terrenos de una nación que aún no enfrenta su sombra que, en una de las más brillantes y atrevidas tomas de Larraín, se cierne sobre el Palacio de Moneda de la capital chilena.

Otra parte destacada a la que Larraín le saca jugo en su narrativa es al uso del blanco y negro, pues nos remite justamente a ese cine clásico de Carl Theodor Dreyer, realizador danés que alimenta el imaginario del chileno, notándose la influencia clara de dos cintas: La Pasión de Juana de Arco (1928) así como una de las obras máximas del vampirismo en la historia del cine, Vampyr (1932), jugando con algunas secuencias donde Pablo saca lo mejor de su experiencia detrás de la cámara para crear lo justo, esa incomodidad, inocencia y maldad que pocos logran conseguir al manejar la sátira.

Vadell le da vida de manera brillante a esta figura amada por unos, odiada por otros, del ‘Conde’ Pinochet. Foto: Netflix

Así, El Conde es un filme inteligente no apto para susceptibles ni delicados, pues su fino humor negro genera incomodidades naturales ante la sarta de verdades duras, dichas sin tapujos, además de presentar una teoría acerca del destino no sólo de un país que se pelea entre posturas, sino de un mundo en el que, por extraño que parezca, parecemos olvidar que no todo es blanco y negro y donde lo funesto del fascismo se viste de imposiciones políticas en aras de una corrección disfrazada de otras intenciones que, peligrosamente, crece como la sombra de un vampiro en medio del mundo.

Comunicólogo, amante del cine, la música y todo lo que sea cultura. Forjando una carrera en el medio desde 2018 a la fecha. Colaborador en varios espacios, consciente de que un gran poder conlleva una gran responsabilidad.

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